Unas vallas rodean la cicatriz de donde estuvo hasta hace pocas semanas el Monumento a Los Héroes en Bogotá, la capital de Colombia. Ubicado en una desapacible isla en medio de tres vías principales en un área central de la ciudad, este monumento fue uno de los puntos de concentración más concurridos durante las protestas nacionales que iniciaron el pasado 28 de abril y se extendieron por más de tres meses. Las protestas generaron una oleada de expresiones artísticas y apropiaciones para resignificar los espacios públicos, monumentos y espacios institucionales en varias zonas del país por parte de los manifestantes. Estas acciones causaron indignación a las autoridades y a algunos sectores de la ciudadanía que llamaron a restablecer el orden. En menos de seis meses, Los Héroes pasó de ser un espacio aislado y poco visitado a ser un lugar simbólico y estratégico dentro de la nueva geografía descentralizada de las protestas.
La demolición de Los Héroes, anunciada en 2019 como parte de las obras necesarias para la construcción del metro elevado de Bogotá, pasó desapercibida en ese momento, así como también la publicación de los diseños ganadores del concurso para reemplazarlo en una ubicación cercana. Sin embargo, en septiembre de 2021 la noticia de su demolición generó un fuerte revuelo en redes sociales. Los lamentos que inundaron Twitter evidencian la transmutación que sufrió este espacio con el estallido social. Sin duda, anteriormente el monumento había sido un punto de referencia para navegar la ciudad, pero estaba lejos de ser la obra icónica a la que se aferraron los políticos y opinadores al denunciar su destrucción. Durante la semana de su demolición, el monumento se convirtió en un catalizador emocional de las disputas por los símbolos (y la memoria que éstos legitiman) que estuvieron en juego durante las protestas.
“¡Cómo voy a extrañar el monumento a los héroes!” expresó un twittero siguiendo la ola de lamentos, y con precisión comentó: “Ese lugar que me indicaba que acababa de dejar el trancón de la Caracas para iniciar el de la autopista.” ¿Por qué ese monumento aislado, que había sido, más bien, un enorme elemento de la señalética urbana, se convirtió en el centro de las disputas por la memoria?
El origen del estallido social puede rastrearse a las masivas protestas estudiantiles que en 2019 emergieron en varias ciudades de Colombia reclamando las fallidas políticas sociales, económicas y ambientales del gobierno, su reticencia a implementar los acuerdos de paz con las FARC (la guerrilla más antigua de América Latina), así como el asesinato sistemático de líderes sociales. En 2020, las estrictas medidas de cuarentena parecieron apaciguar las manifestaciones. Sin embargo, en septiembre de 2020 la muerte de un civil en manos de la policía desató una protesta contra el abuso policial que dejó un saldo de 10 muertos. El pasado abril, la intención del gobierno de implementar una nueva reforma tributaria reavivó y multiplicó las protestas en varias ciudades y zonas rurales. Esta vez, las inconformidades eran aún más agudas por la devastación económica causada por las medidas para contener la pandemia, y por la asimétrica distribución de sus consecuencias que afectaron desproporcionalmente a las que la líder socio-ambiental Francia Márquez ha llamado “mayorías excluidas“—un término más preciso para sustituir el de minorías marginalizadas.
Tras una semana de protestas—en su mayoría pacíficas y protagonizadas por jóvenes, obreros, indígenas y campesinos—los manifestantes frustraron la reforma y declararon el paro indefinido. El gobierno optó por militarizar varias ciudades al tiempo que, paradójicamente, llamaba al diálogo. Varias organizaciones de derechos humanos denunciaron las prácticas sistemáticas de violencia policial. De acuerdo con su informe conjunto, para finales de junio estas prácticas dejaban un saldo de 44 muertos, 82 lesiones oculares, 228 heridos por armas de fuego y 28 hechos de violencia sexual, sin contar los ataques realizados por civiles armados aliados a la policía en algunas ciudades.
La drástica reacción estatal para controlar las protestas expuso uno de los efectos más perversos de las medidas tomadas durante la emergencia sanitaria. De acuerdo con Sebastián Lanz, codirector de la ONG Temblores, la restricción del uso y la movilidad en el espacio público como fórmula para enfrentar la emergencia sanitaria implicó el incremento de la negación del derecho a la ciudad. Esta negación, que se dio a través de la ampliación de la autoridad policial y militar para regular los espacios públicos, afectó sobre todo a los jóvenes de barrios de bajos ingresos, y fue uno de los detonantes del estallido.
Inaugurado en 1962 en conmemoración de las batallas de la independencia, el Monumento a los Héroes fue una versión reducida de sus diseños originales. Del enorme conjunto de piscinas, plazoletas y estatuas que rodearían una torre de 57 metros de altura para realizar desfiles y celebrar los triunfos de las fuerzas militares en su lucha contra el comunismo, se construyó una modesta plazoleta y una torre de 20 metros, cerrada y enchapada en piedra, acompañada de una estatua de Simón Bolívar a caballo hecha en 1910. De la plazoleta sólo quedó un retazo urbano pues fue recortada para ampliar la autopista que inició la expansión de la ciudad hacia el norte y, posteriormente, para dar paso al Transmilenio (el sistema de transporte masivo de buses articulados).
Por su doble condición de aislamiento y centralidad, la intervención del monumento por parte de los manifestantes (o su “vandalización,” de acuerdo con quien lo describiera) fue ideal para hacer visibles sus denuncias y llamados de resistencia. Por su ubicación estratégica en la intersección de varias líneas de Transmilenio, la concentración de miles de manifestantes interrumpió repetitivamente la circulación de Bogotá.
Las razones del lamento por la demolición de Los Héroes variaron de acuerdo con la inclinación política, pero su común denominador fue su asociación directa con el estallido. Unos acusaron a la Alcaldía de querer “pisotear 200 años de historia republicana y la memoria de los héroes de la independencia.” Denunciaron que su demolición era un reconocimiento a la victoria de los manifestantes y a los jóvenes de la primera línea que habían “vandalizado” el monumento y que, además, era una muestra del odio que Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, sentía hacia las fuerzas armadas y la policía. Otros en cambio acusaron a la Alcaldía de acelerar convenientemente la demolición de Los Héroes con argumentos técnicos para eliminar, en una “labor sórdida e historicida” uno de los principales símbolos de la lucha y resistencia de las manifestaciones sociales lideradas por la juventud. Denunciaron que su destrucción, además, solo precedía al próximo fracaso y frente de corrupción de la ciudad: el metro elevado.
Como contrapunto a la emocionalidad de estos lamentos, otros respondieron burlándose. Más que un objeto de afecto, para muchos en Twitter Los Héroes era un “bodoque” o “cubo estirado con antenas,” “desgarbado,” “desproporcionado,” “feo e inútil,” o útil como “acumulador de smog”. Aún así, este objeto despreciado adquirió un significado trascendental con las protestas y se convirtió en un maleable instrumento político en sus días finales. Este hecho indica que la disputa alrededor de Los Héroes desborda los afectos hacia el objeto mismo. Refleja, más bien, las fuertes tensiones alrededor de la interpretación del pasado que quedaron expuestas durante el estallido.
La ocupación y reapropiación de espacios públicos, monumentos y edificios institucionales surgieron como herramientas para cuestionar el conjunto de valores asociados a estos espacios y su forma de legitimar las actuales relaciones de poder. Las estatuas de conquistadores españoles derribadas por parte de los indígenas del pueblo Misak; las estaciones de transporte renombradas como Portal Resistencia o Paso del Aguante; la designación de un puente peatonal como Puente de la dignidad; los mensajes en avenidas principales con la pregunta ¿Dónde están los desaparecidos?; la inauguración del Monumento a la Resistencia en Cali; así como la transformación de varias subestaciones de policía en bibliotecas comunitarias, fueron algunas de las intervenciones y apropiaciones espaciales que se produjeron durante el estallido.
En Los Héroes, colectivos artísticos y manifestantes se tomaron el lugar como punto de encuentro y celebración, forrándolo de murales, graffitis y carteles urbanos con mensajes e imágenes que denunciaban la brutalidad policial, el paramilitarismo y la corrupción en el gobierno de Iván Duque (como continuación del de Álvaro Uribe), y consignas de resistencia como “Hasta que la dignidad se haga costumbre” o “Digna rabia”.
La presencia disruptiva y la intervención de los manifestantes en la calles y espacios públicos provocó un profundo malestar en las instituciones oficiales y en algunos sectores de la ciudadanía, quienes hicieron un llamado a proteger las calles y bienes patrimoniales del “vandalismo”.
Ante el anuncio por parte del pueblo indígena Misak del derribamiento de las estatuas de Cristóbal Colón e Isabel la Católica en la “toma de Bogotá,” decenas de policías y miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios ESMAD rodearon el monumento, dispersaron violentamente a los manifestantes con gases lacrimógenos y retiraron las estatuas. En varias ciudades, policías y ciudadanos autodenominados como “gente de bien” organizaron jornadas para borrar los murales de protesta que inundaron las avenidas y en respuesta, colectivos de artistas los pintaron de nuevo. También hubo denuncias de que la policía transformó algunos portales de Transmilenio e incluso, un supermercado en centros de retención y tortura.
Pero, quizás, el evento más paradigmático de esta disputa por los símbolos ocurrió en Cali. Vestidos de blanco y cogidos de la mano rodeando el pedestal del conquistador Sebastián de Belalcázar (derribado por los Misak el primer día de las manifestaciones), “gente de bien” restableció el símbolo con una estatua de cartón en conmemoración a la fundación de la ciudad, reivindicando con ello la conquista de este territorio.
Explicar estas acciones como un simple acto irracional de “vandalismo” o como una “importación” del movimiento Black Lives Matter que sacudió a Estados Unidos en 2020, minimiza el lugar que tiene la memoria en la legitimación y preservación del presente, así como la urgencia de abrir visiones más pluralistas de la memoria colectiva en un país que ha vivido en un violento conflicto interno durante más de 60 años. Frente a los esfuerzos institucionales por mantener un pasado fijo, las protestas expusieron un pasado vivo que se materializó en espacios como Los Héroes, y que está, retomando las palabras del filósofo Jesús Martín Barbero, hecho de tensiones y conflictos, cuestionando al presente, con la potencialidad de desestabilizarlo.
Así como la disputa por los símbolos fue uno de los fenómenos más característicos de las manifestaciones de 2021, también lo fue la descentralización y atomización de éstas—un fenómeno visible desde 2019. En varias ciudades se configuró una nueva geografía de la protesta que desestabilizó tanto el control de las autoridades policiales, como los intentos fallidos del gobierno por definir un interlocutor en unas manifestaciones que, como señaló la politóloga Sandra Borda, no estaban ni bajo la dirección del Comité del paro, ni representados por sindicatos o partidos políticos.
En el caso de Bogotá, el punto de llegada de las protestas pasó de concentrarse en la plaza principal de la ciudad (Plaza de Bolívar), símbolo del poder estatal y religioso, a estar dispersas en al menos 50 puntos de concentración, como evidencia un informe realizado por estudiantes de geografía de La Universidad de Los Andes. Si bien algunos de estos puntos corresponden a plazas y parques, la geografía de las protestas estuvo asociada principalmente con la infraestructura del sistema de transporte urbano. Por esto, una forma de seguir el ritmo del estallido en Bogotá es rastrear las comunicaciones publicadas por Transmilenio durante esos meses indicando los desvíos o cancelaciones de rutas “por manifestaciones ajenas al sistema”. El colapso rutinario llegó a afectar al 44% de las estaciones, tanto por los bloqueos como por los ataques y daños a las estaciones y autobuses por parte de manifestantes e infiltrados.
Justamente, las manifestaciones no eran ajenas al sistema de transporte, sino que deliberadamente buscaron su disrupción. La filósofa Sarah Ahmed nos recuerda que “la protesta política con frecuencia requiere convertirse en un inconveniente.” “Hacer visible la violencia” de la desigualdad y del abuso policial que se agudizó durante la pandemia, requirió “crear una escena, interrumpir el flujo del tráfico” e incomodar. Por esta razón, varios de los portales donde inicia el servicio de Transmilenio, ubicados en las periferias de la ciudad, se convirtieron en puntos permanentes de manifestación. Reflejando la segregación socioeconómica de la ciudad, los mapas informativos de Transmilenio muestran el colapso del sistema hacia el sur, en tanto las protestas fueron más multitudinarias en las áreas con mayor pobreza.
Por otra parte, al ubicarse en una intersección neurálgica del sistema de Transmilenio, Los Héroes interrumpió una de las áreas más acomodadas y centrales de Bogotá. Por el difícil acceso peatonal a este residuo urbano, el espacio público del monumento era poco utilizado. Con la excepción de algunos grupos de jóvenes que se reunían allí y los contados eventos y exposiciones de arte organizadas en el interior del edificio en la última década por el Distrito, Los Héroes era una zona poco monitoreada. El monumento ocupaba un lugar para ser visto por ubicarse en un lugar abierto y transitado, más no para ser usado.
Los Héroes cumplió la función crucial que juegan las glorietas en las revoluciones sociales analizadas por Eyal Wiezman en Roundabout Revolutions. La presión sobre un punto clave dentro de la red de infraestructura tiene la potencialidad de interrumpir la movilidad urbana. A diferencia de las plazas que recogen el movimiento, Los Héroes bloqueaba la movilidad desde y hacia ese punto. Su disposición ofrecía, además, varias rutas de escape y una mayor protección frente a posibles abusos policiales. El monumento se convirtió en un nuevo centro en medio de la geografía fragmentada de la protesta.
Wiezman también nos recuerda que en estos lugares se suelen ubicar símbolos de orden del régimen y que el movimiento circular que generan estos espacios parece simular—para la satisfacción de los gobernantes—una forma de “veneración o consentimiento.” La transformación de los Héroes fue una forma de violentar un símbolo fundacional que celebraba el lugar de la fuerza pública para regular el orden de la nación. “Los Héroes”, el nombre, también abrió espacio a la imaginación, y el monumento se volvió una plataforma para dibujar y exhibir otros cuerpos que usualmente no se despliegan como héroes ni se les erigen estatuas.
Foto por Francisco Toquica.
La multiplicación y descentralización de los puntos de manifestación en calles, plazas, portales y estaciones de transporte es paralela a las aspiraciones para reprimirla. Por ejemplo, en el contexto de las manifestaciones de 2019, el actual Ministro de Defensa, Diego Molano (que en ese momento era Concejal de Bogotá) publicó un video en YouTube proponiendo una nueva tipología arquitectónica: el Protestódromo. Molano imagina un espacio cerrado similar a un estadio con capacidad para 50.000 personas donde los ciudadanos puedan “ejercer su derecho a la protesta” sin afectar la vida cotidiana de las ciudades. Para el ministro, esta es la solución ideal para evitar la violencia que los manifestantes ejercen contra los policías y la infraestructura urbana. Por esto, propone la producción de una escenografía y utilería removible equivalente al paisaje y mobiliario urbano de las ciudades que podría ser destruida por los manifestantes y reemplazada para una siguiente manifestación.
La propuesta de Molano es simplista y peligrosa. No sólo hace explícita la persistente estigmatización de la protesta, minimizando las causas a las que ésta responde e invisibilizando las prácticas sistemáticas de violencia policial, sino que busca su eventual eliminación. Para el ministro, la protesta—cuya naturaleza es fundamentalmente pública y disruptiva—debe dejar de ser pública. El propósito de dicho proyecto es vaciar lo público del público. Al replegar los desacuerdos e inconformidades que hacen explícitas las protestas, el ministro aspira a la creación de un espacio público liso y silencioso. Si el espacio público es el lugar donde se hacen visibles las tensiones sobre el pasado y el presente, confinar la protesta es una forma de negar la existencia y validez del disenso para privilegiar una narrativa que legitime el status quo.
El propósito de Los Héroes es opuesto al del Protestódromo. Este residuo urbano, recuperado como espacio público por los manifestantes, ofreció las condiciones ideales para concentrar la colectividad e interrumpir el ritmo de la ciudad. Al intervenir este monumento aislado pero visible, los manifestantes convirtieron al edificio en un artefacto de comunicación efectivo y contestatario. Los Héroes podía exhibir y hacer ver los conflictos y tensiones que el Protestódromo de Molano busca ocultar y eliminar.
Monumentos como Los Héroes aspiraban a resistir el paso del tiempo y perpetuar un discurso oficial de la historia nacional. Los llamados a limpiar el monumento de estos mensajes, a trasladarlo y a evitar su demolición que resumió la etiqueta de #SalvemosLosHéroes evidencia que lo que estaba en juego con este objeto era el mantenimiento o la desestabilización de la memoria oficial en la esfera pública. En vista de los lamentos que generó su demolición, un twittero expresó que iría a recoger los pedazos que quedaran de Los Héroes para venderlos en internet, transformados en una suerte de souvenir en el mercado de la memoria. Así mismo, circulan rumores de que el Instituto Distrital de Patrimonio y Cultura de Bogotá seleccionó algunas piezas con los graffitis e intervenciones ciudadanas de las manifestaciones para conservarlas junto con las piezas de valor patrimonial, como los textos del antiguo monumento y la estatua de Bolívar.
Este impulso por guardar la memoria del estallido no excluye su criminalización. La Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado (que hace parte del Ministerio de Justicia) ha ordenado a las autoridades locales identificar y procesar a los responsables de los daños causados al patrimonio cultural en los meses pasados, recordando que el Estado ya contempla multas y penas de prisión y que el patrimonio “es un bien que está por encima incluso del derecho a la protesta.” Esta orden es paralela a la promesa que ha hecho la Dirección de Patrimonio del Ministerio de Cultura de generar espacios de diálogo abiertos y participativos para “tramitar estas inconformidades” que dejaron más de 30 bienes patrimoniales afectados en el país.
Durante el estallido y los meses que siguieron a su demolición, el significado de Los Héroes en la memoria nacional estuvo en disputa. Tanto los pedidos para trasladar y restablecer el monumento en su forma original como el entusiasmo por la construcción de un nuevo monumento para reemplazar Los Héroes desconocen que, quizás, las intervenciones de los manifestantes en este lugar nos ofrecen un método de conservación no convencional más provocador y efectivo que los métodos tradicionales. Estas acciones hicieron del monumento un palimpsesto en el que las memorias de la violencia y la corrupción estatal se sobrepusieron al símbolo que celebraba los triunfos militares que fundan la nación. Al hacerlo, evidenciaron que lo que está en juego es el reconocimiento de las violencias que ha traído la legitimación de una narrativa única, y la exclusión de otras memorias que las instituciones oficiales son reticentes a materializar.